Me desperté a las ocho, preparado para mi odisea diaria. Al levantarme, no pude evitar que a la vieja cama le chirriasen las arandelas de latón. Esta era la gran herencia que legó a Molly su padre. Ella adoraba esa cama. Maldita mujer. Después de muchas mañanas, los Bloom hemos aprendido a percibir ese ruido irritante casi como un silencio. Espié el cielo de Dublín por la ventana. Sería una jornada de calor. Larga. Minuciosa. Picada en trozos. Casi a tientas, desempolvé el traje negro para acudir al entierro de Paddy Dignam. Molly se quedó en la cama mientras yo bajaba a disponer el desayuno.
Puse agua a calentar, para el té, y preparé cuatro tostadas con la hogaza del día anterior. Estaba dura. También de eso tenemos costumbre. Entretanto el agua no hervía, salí a comprar alguna víscera a la tienda de Dlugacz. Me calé el sombrero. En el escaparate de la charcutería había salchichas y morcillas, pero dentro descubrí un pequeño hígado de cerdo. Goteaba sangre. Una maravilla. Y era el último. El desayuno perfecto. Respiré cuando la criada de mi vecina pidió unas salchichas. Qué caderas. Impresionantes. Podría estar un día entero mirándolas (artículo completo en El País).
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Me hubiera gustado más a la inversa porque el señor que come riñones nunca ha terminado de gustarme.